El Bushido
El Bushido nace en el siglo XI, en una época que se caracteriza por las frecuentes y cruentas luchas entre pequeños estados feudales. En aquellos tiempos de batallas, apareció una nueva clase social, «el caballero» (Kyuba-no-Michi, vía del arco y del caballo), el homónimo de los caballeros medievales en Europa, que pasará a la historia con el nombre de samurai. Alrededor de estos caballeros se fue conformando un código de conducta, de valores y actitudes que englobaban todas las facetas de la vida, incluida la preparación para la muerte. Es un código no escrito hasta el siglo XVII, pero mantenido, aceptado y respetado por todos los samuráis. La fuerza legislativa de la costumbre, las leyendas de los grandes guerreros, las enseñanzas de los sabios... fueron convirtiendo este código en una filosofía de vida y en un modo de conducta castrense. Siendo fruto de tres grandes corrientes místicas, recoge del shintoismo la veneración por su país y por los antepasados, y el deber de servirlos sin mancillar su nombre; del confucianismo, el deber moral para consigo mismo, el sentido de la rectitud y la justicia para con todos los seres, la disciplina interior, la bondad y la afabilidad; y del budismo la mística, el do (la vía), un camino de transmutación interior y despertar espiritual. Así el Bushido no es un conjunto de usos cortesanos ni normas de protocolo vacías, más bien es una semilla que arraiga en el corazón del japonés. Traicionarlo es traicionarse a uno mismo, es vender lo más sagrado del hombre ante los miedos y debilidades: «El Bushido, es por consiguiente, el código de los principios morales enseñado a los caballeros, y que aquellos están obligados a observar» (Inazo Nitobe).
El código del Bushido descansa sobre tres valores fundamentales: sabiduría (Chin), bondad (Jin) y valor (Yu). De la confluencia de las tres van a destilarse toda una serie de características y valores de los que el samurai será ejemplo vivo, es decir, son estos valores los que hacen al samurai.
La educación propia del samurai estaba dirigida a despertar en él las virtudes morales, la experiencia y el carácter más que la teoría y el intelecto. Por lo tanto, el mundo de las comodidades, los lujos y el dinero eran dejados de lado, incluso despreciados. El samurai poseía un cierto estoicismo y ataraxia para con las cosas del mundo: «Desdeña el dinero en sí, y también el arte de ganarlo y atesorarlo. El lucro representaba para él algo ignominioso». La expresión usada para describir la decadencia de una época era: «Que los civilizados amen el dinero y que los soldados teman la muerte».
La generosidad, el no contar lo que se entregaba a otros, era una virtud en el código del samurai. Consideraban que el lujo y las comodidades eran el peor enemigo de la virilidad y de la fortaleza, exigiéndose a sí mismos la sencillez en la manera de vivir. Algunos servicios no podían tener la ofensa de ser pagados con oro o dinero: la lealtad de un samurai o la enseñanza y formación del carácter por parte de un maestro, no tenían precio. El respeto a la dignidad del samurai hacía impensable el ponerle un precio mercantil. Una máxima dice: «son mis padres los que me han traído al mundo, es el maestro quien me ha hecho un hombre».
Así, la formación del samurai estaba dirigida a moldear su carácter, conquistando el autodominio frente a las vicisitudes de la vida. Estos hombres, templados en la sencillez y en el refinamiento del alma, mantenían ocultos sus sentimientos con un semblante impertérrito ante el dolor, la alegría, la tristeza e incluso ante la muerte. Dar muestras de las emociones era considerado como falta de fortaleza, teniendo en gran estima el carácter del que no se perturba ni por el placer ni por el dolor; uno es dueño de sus emociones, no se deja arrebatar por ellas. Pero este dominio no aniquila la emoción. Tal vez el carácter del pueblo japonés, por sentir en la intimidad de su corazón, siente más profundamente. Un samurai escribía en su diario: «¿Sientes lo más profundo de tu alma removido por pensamientos tiernos? Es el momento en que la simiente germina. No la molestes hablando, deja que la obra se realice tranquilamente en la calma y el secreto».
El samurai no hacía ostentación de sus sentimientos, no hay declaraciones ruidosas, sollozos que evidencien el dolor, euforias que muestren su alegría, o arrebatos de amor públicos. Es en la intimidad del corazón donde fructifican los sentimientos más profundos. Un padre que tras la puerta oye la respiración entrecortada de su hijo gravemente enfermo, las miradas tiernas y secretas que comparten unos amantes, la reverencial despedida de los seres queridos que han fallecido, o en el momento de la muerte componer un hermoso poema. El dominio de sí mismo es guardar el equilibrio del espíritu; es estar por encima de las circunstancias, observando, sintiendo, dirigiendo firme el espíritu como el timón de un barco en las tempestades. Siguiendo con esta metáfora, el samurai no quiere ser un barco a la deriva, un barco que es arrastrado por los vientos cambiantes de un lado a otro. El es el timonel de sí mismo.
A lo largo de la historia se fue fraguando una forma de comportamiento adecuada para cada circunstancia. Es la cortesía en el vivir (Rei), el respeto a uno mismo, hacia los demás y hacia el orden de la creación. Es el ceremonial, la etiqueta, las normas de comportamiento: «La cortesía es muy paciente y es buena; no es envidiosa, no se jacta, no pone ningún pero; no se conduce de manera inconveniente, no piensa en ella misma, no es fácilmente humillada y no hace caso del mal» (El Bushido, Inazo Nitobe). «El fin de toda etiqueta es el cultivar nuestro espíritu de tal manera que incluso cuando estáis tranquilamente sentados, la idea de osar atacaros no pueda siquiera pasar por la mente del más grosero de los rufianes» (Sobre la cortesía, Escuela Ogasaware). No son las maneras fingidas de los cortesanos ni el hecho de impostar actitudes; es una cortesía fruto del orden natural de las cosas, verdadera, sincera, natural. Sin la veracidad, la cortesía se convierte en hipocresía, en fingimiento, en mentira. Confucio decía: «La sinceridad es el principio y el fin de las cosas, sin sinceridad nada existiría.» Es el modo de expresarse libre del fingimiento. Es la naturalidad. La palabra dada por un samurai debía ser suficiente garantía de su cumplimiento y veracidad. Las promesas eran mantenidas sin compromiso escrito, incluso escribirlo en un papel era una ofensa hacia la dignidad del samurai, pues la sola posibilidad de traicionar la palabra empeñada era inconcebible en su mente.
Las artes de la guerra templaban su alma, cual frío acero, acrisolando en su interior el valor físico y espiritual (Yu). Por propia voluntad doblegaba el miedo a la muerte y al dolor físico y psíquico, sintiendo gran respeto y admiración hacia aquél que lo había dominado. Cuentan la historia de un samurai que entró con su ejército en un monasterio; todos los monjes, asustados, huyeron, salvo uno que, inmerso en su meditación, no dio importancia a lo que ocurría a su alrededor. El samurai se acercó al monje, y levantando la espada con la intención de matarlo, le dijo: «Tú que no huyes, ¿no te das cuenta de que tienes ante ti a un hombre que no parpadeará cuando te corte la cabeza?», a lo que el monje respondió mirándole con una firme dulzura: «¿No te das cuenta de que tienes ante ti a un hombre que no parpadeará en el instante de su muerte?». Dicho esto volvió a su meditación, y el samurai, sorprendido por su autodominio, envainó la espada, le saludó con respeto y se fue.
La historia de Japón está repleta de anécdotas similares; es en los momentos difíciles cuando el valor se pone a prueba. Para el samurai, el valor no es temeridad, es un valor nacido del autodominio y de la rectitud. La justicia (Gi) y la rectitud, hacen que el samurai cumpla su deber, impartiendo justicia con ecuanimidad, siendo sus garantes ante la sociedad y manteniendo con su conducta el orden social. «El camino (do), es el camino del cielo y de la tierra; el negocio del hombre es seguirlo. Luego, que el objeto de tu vida sea reverenciar al cielo. El cielo me ama y ama a los demás con un amor igual; por lo tanto, con el mismo amor que te amas ama a los otros. No hagas del hombre tu asociado, hazlo del cielo. Y haciendo del cielo tu asociado obra lo mejor que puedas. No condenes jamás a los demás, sino más bien vela por darles lo que les pertenece» (Saigo).
La lealtad o fidelidad (Chugui) es en el Bushido una de esas virtudes llevadas hasta un extremo difícil de entender por un occidental. Para el samurai, el señor, el rey o shogun, encarnaban en sí mismos la idea de Estado. La obediencia de las leyes y de las normas se extendía también a la obediencia incondicional a su señor. Pero no es el servilismo del que busca la obtención de beneficio o el que finge deferencia y respeto ocultando intereses personales. Es un sentimiento de lealtad incondicional que, si se rompe, mancha el honor del samurai. Cuentan las tradiciones que cuando un samurai discrepaba de la opinión de su señor, su lealtad consistía en tratar por todos los medios de persuadirle de su error, mas en caso de fracasar él estaba en las manos de su señor, para atestiguar su sinceridad.
El honor (Meiyo) es tal vez la consecuencia ultérrima de todas las virtudes propias de la conducta del samurai. Es el respeto que se tiene a sí mismo y a su ideal de caballero, el que provoca la gran integridad de carácter. Es tener y custodiar un buen nombre o reputación. Decía Mencio, uno de los grandes filósofos del confucianismo: «La vergüenza es la tierra que abona todas las virtudes, las buenas maneras y las buenas costumbres». El samurai, firmemente consciente de su vinculación con lo espiritual, vive ese sentimiento de comedimiento que impide cometer faltas o traicionarse a sí mismo. No es la vergüenza tal y como la entendemos hoy en día, es más bien el respeto de la parte inmortal de uno mismo que te impide actuar, sentir o pensar de forma innoble.
La película El último samurai es un bello homenaje al delicado y valeroso espíritu japonés: «El viajero percibe la deliciosa sensación de una dulzura muy lejana; no sabe de dónde viene, y, parándose desnuda la frente, y recibe la bendición de la brisa».
Víctor Vilar
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