sábado, 25 de septiembre de 2010

La filosofía zen

Una filosofía y una tradición capaz de aunar en sí misma la técnica y la espontaneidad, la simplicidad del espíritu con la elegancia de la forma, el Zen es una semilla que nació en el seno del Budismo. Trasplantada a otras tierras de Oriente, generó nuevas vías, cada una distinta y singular en su forma, pero que en esencia compartían y revitalizaban los conceptos fundamentales de una misma Sabiduría atemporal.
El Zen es una disciplina espiritual que ha logrado alcanzar una gran aceptación en Occidente, especialmente en las últimas décadas del siglo XX. Esto se debe posiblemente en gran parte a su carácter práctico y a su elegante simplicidad, ya que fundamentalmente se trata de un sistema de meditación espiritual que vivido correctamente permite al discípulo trascender el mundo de las apariencias ilusorias, enseñándole a superar los estrechos límites y contradicciones que por su propia naturaleza dual le plantea la mente racional, permitiéndole así elevar su conciencia de grado en grado hasta alcanzar la sublime percepción de «Lo Real». Es por ello que el maestro Zen D. T. Suzuki supo definir muy acertadamente el Zen como «la Disciplina de la Iluminación».
 El Zen nace en el seno del Budismo y alcanza su expresión definitiva en el Japón a mediados del siglo XIII, influyendo profundamente en la mentalidad y las costumbres de la cultura tradicional japonesa, donde todavía se sigue enseñando y practicando hoy en día en las diversas escuelas y monasterios Zen. Es por ello que las raíces místicas y filosóficas del Zen debemos buscarlas en la vida y enseñanzas del Buda, remontándonos al siglo VI a.C. e incluso más atrás, hasta las tradiciones espirituales del Hinduismo recogidas en Los Vedas.
 Es en la cosmovisión hinduista donde hallamos los sublimes principios éticos y metafísicos de una Sabiduría espiritual, cuya savia vital nutrió el florecimiento y desarrollo de las diversas doctrinas místicas y filosóficas que se extendieron más tarde por toda Asia. La filosofía budista supo integrar en su doctrina, revitalizándolos, los conceptos fundamentales de la tradición hinduista.
Tras la muerte de Siddharta Gautama, el Budismo se diferenció en dos vías principales de transmisión de sus enseñanzas: el Hinayana o «Pequeño vehículo» y el Mahayana o «Gran vehículo». La Escuela Hinayana, que es más exotérica, ritual y ortodoxa desde el punto de vista religioso, se extendió principalmente por Tailandia, Ceilán e Indonesia. Mientras que la Escuela Mahayana, que es mucho más metafísica, profunda y trascendente desde el punto de vista filosófico, es la que se estableció en el Nepal, Tíbet, China y Japón. Cuando los primeros patriarcas del Budismo llegaron a China para enseñar la «doctrina de la Liberación», se encontraron con una cultura multimilenaria que había alcanzado su edad de oro en el siglo VI a.C. con el pensamiento de Confucio y Lao-Tse.
El Confucianismo y el Taoísmo enmarcan precisamente las dos tendencias filosóficas o aspectos fundamentales que caracterizan a la mentalidad tradicional china: una es práctica, coherente, metódica y sistemática; cree firmemente en la educación como vía de transmisión de aquellos valores humanos y principios éticos atemporales que aparecen representados en el Hombre Ju de Confucio, como arquetipo del caballero filósofo; en la perseverancia como forma de conquistar dichas virtudes y en la disciplina como forma de preservarlas. Con un gran sentido común y una conciencia social altamente desarrollada, esta vertiente del pensamiento chino alcanza su más alto ideal en el Li u «Orden celeste que rige los mundos», cuya proyección en el plano humano se manifiesta como justicia social en el Estado y como rectitud moral en el individuo. Como broche de oro, China siente un profundo sentimiento de adoración y respeto hacia la Sabiduría ancestral de sus antepasados, cuya herencia espiritual, transmitida por vía de la tradición sagrada, constituye para ellos un valioso tesoro de enseñanzas.
En contraposición a esta filosofía pragmática y sensata, propia del Confucianismo, el Taoísmo enmarca la otra faceta fundamental del alma tradicional china. Mucho más místico que racional, el pensamiento taoísta es profundamente metafísico; en esencia, el taoísta busca liberarse de todo tipo de límites y ataduras racionales a fin de que la conciencia pueda elevarse libre y espontáneamente hacia la contemplación de la esencia pura del Ser. Por su propia naturaleza inmaterial y trascendente, el Tao se niega a ser definido, pues eso significaría limitar su verdadero sentido, por eso sólo es posible referirse a él a través de metáforas y analogías. Tao es «el río de la vida», el «orden natural de la existencia», pero dicho orden es una condición inmanente del Ser, no una situación imperativa que le viene impuesta desde fuera. El Tao, al igual que el Dharma de los indos y el Maat de los egipcios, es inherente a la naturaleza íntima de cada ser, y aquél que puede llegar a percibir esto, se halla por tanto en camino de descubrir en sí mismo la Verdad ultérrima de la existencia, por eso Tao significa también «la Vía» o «el Camino», un camino que sólo se puede percibir con la Sabiduría Intuitiva. Los taoístas desconfían de las definiciones y los conceptos propios del lenguaje que utiliza la mente racional, pues para ellos la Conciencia Racional sólo puede proporcionarnos un conocimiento relativo y fragmentario de la realidad, mientras que la Conciencia Intuitiva es la única capaz de otorgarnos un conocimiento absoluto de «lo Real».
Es evidente que ambas formas de pensamiento son necesarias para el desarrollo espiritual del Hombre, ya que, siendo complementarias, constituyen las dos vías fundamentales que tiene la conciencia para conocer y aprehender la realidad dentro y fuera de nosotros mismos. Sabiduría Intuitiva e Inteligencia Racional, el Yin y el Yang, Taoísmo y Confucianismo, conforman las dos polaridades arquetípicas del pensamiento chino, donde la idea y el sentimiento, la razón y la intuición, el idealismo y el pragmatismo se armonizan en una misma conciencia trascendente.
Cuando el Budismo Mahayana entró en contacto con la mentalidad china, alrededor del siglo I a.C., fraguó un tipo de disciplina espiritual conocida como Ch'an, palabra que significa «meditación», y que al llegar al Japón, en el 1200 d.C. fue conocida como Zen. Como muy bien señala Fritjof Capra en su libro El Tao de la Física: «El Zen es, por lo tanto, una mezcla única de las filosofías e idiosincrasias de tres culturas diferentes. Es una forma de vida típicamente japonesa y, sin embargo, refleja el misticismo de la India, el amor a la naturalidad y a la espontaneidad de los taoístas y el meticuloso pragmatismo de la mentalidad confuciana». Como escuela budista, el Zen es una disciplina cuyo objetivo final es alcanzar la Iluminación, y para ello toma como modelo y fundamento la vida y enseñanzas de Siddharta Gautama el Buda. Preocupado por el dolor, por las causas del dolor y firmemente dispuesto a hallar el camino que conduce hacia la liberación del dolor y del sufrimiento humano, el Buda alcanzó finalmente la Iluminación meditando bajo «el Árbol Bodhi» en la posición del Loto, llamada Padmasana en la tradición hinduista y Za-Zen en las escuelas Zen. Con este acontecimiento, el Buda establece el arquetipo fundamental del Budismo Zen, demostrando con su propia vida ejemplar, cómo a través de la Disciplina de la Meditación (Za-Zen), el discípulo que se halla en la Vía de la Sabiduría (Do) puede llegar a alcanzar la Iluminación espiritual (Satori) y la Liberación definitiva de todo sufrimiento humano (Nirvana).
No cabe duda que todas las escuelas de filosofía de Oriente están interesadas en «el despertar de la conciencia» o experiencia de la Iluminación, como objetivo fundamental de su doctrina, y todas ellas proponen distintos caminos para llegar a ella; sin embargo el Zen es bastante especial en este sentido, ya que prescindiendo de extensos tratados doctrinarios y de complejas especulaciones intelectuales, toda su disciplina está orientada exclusivamente a lograr que el discípulo pueda alcanzar eficazmente dicho estado de conciencia o Satori, de la forma más eficaz y directa posible. Al igual que el Tao, el Zen desconfía del lenguaje conceptual propio de la mente racional, ya que el intelecto analiza, compara, clasifica y define las cosas, no por lo que las cosas son en sí mismas, sino por el lugar que ocupan con respecto a las demás cosas, por sus similitudes o diferencias, por su apariencia y su estructura formal. Pretendiendo inútilmente envasar la vida en bonitos conceptos racionales, la mente construye un mapa intelectual de la realidad, llegando a olvidar que «el mapa, no es el territorio». Por eso los maestros Zen enseñan que: «Un dedo te sirve para señalar la Luna, pero una vez que hayas reconocido la Luna, no sigas mirando el dedo».
Esta forma de interpretar artificialmente la realidad que tiene la mente racional, es la que lleva a los maestros Zen a afirmar que: «las palabras nunca pueden llegar a transmitir la verdad definitiva, sólo la vivencia directa». Sin embargo, el secreto de la Iluminación espiritual puede ser transmitido del maestro al discípulo a través de la vía discipular. En las escuelas y monasterios Zen, los maestros plantean a sus discípulos complicados dilemas y sutiles acertijos llamados koans, que les colocan ante determinadas paradojas y encrucijadas mentales que constituyen un verdadero callejón sin salida para la mente racional. La finalidad del koan es paralizar todo proceso de especulación intelectual, obligando así a la conciencia a saltar directamente del plano de lo racional al plano de la Conciencia Intuitiva. La finalidad de la disciplina Zen es, por tanto, preparar al discípulo para llegar a la vivencia directa del Satori o Iluminación, pero no todos alcanzan el Satori de la misma manera. De las dos escuelas principales del Japón, la Rinzai o Escuela Súbita, emplea principalmente el método del koan, a través de periódicas entrevistas con el maestro, llamadas sanzen, en las que el discípulo formula una pregunta al maestro relativa al problema que está tratando de resolver, entonces el maestro, siempre de forma imprevisible, le responde generalmente planteándole un nuevo koan, más enigmático aún que el anterior; pero también puede ocurrir que se le quede mirando simplemente en silencio. Todo verdadero maestro sabe cuándo un discípulo está ya preparado para despertar a un nuevo estado de conciencia más elevado, y llegado el momento oportuno, puede provocar eficazmente dicho despertar con un koan, o también con un kiai, un gesto inesperado o una palabra justa.
Por otro lado, la Soto Zen o Escuela Gradual, utiliza un método más suave, ya que en esencia busca la maduración paulatina y natural del discípulo como: «la brisa de primavera que acaricia la flor ayudándola a florecer»,  haciendo hincapié en que el verdadero despertar de la conciencia debe darse a través de los quehaceres cotidianos del discípulo. La Escuela Soto cultiva la serenidad de la meditación no forzada, empleando la práctica del Za-Zen o Disciplina de la Meditación, como ejercicio fundamental de introspección de la conciencia, cuya práctica correcta y reiterada, permite al discípulo ir desarrollando dentro de sí mismo cierta actitud mental ante las cosas, que debe poder traslucirse después a través de todos los pensamientos, palabras, sentimientos y actos que realiza a lo largo del día. Esta actitud es el Shibumi, síntesis sublimada de toda acción, que se manifiesta como simplicidad elegante, perfecta concentración, desapego en la acción, humildad en el éxito, serenidad impecable, naturalidad en cada gesto y maestría en la ejecución. Como muy bien explica Raymond Thomas «Shibumi es un comportamiento que denota una perfecta comprensión. Tener Shibumi es actuar en la vida de una forma "natural" en todas las circunstancias, sin miedo pero sin ostentación, con autoridad pero sin dominio, con modestia pero sin recato». Para la mentalidad tradicional japonesa, Shibumi es pues la actitud perfecta que debe conquistar todo aquel que pretende alcanzar la Iluminación. Por eso la filosofía Zen considera que cualquiera de las artes o tareas cotidianas son también una Vía o Do, un camino hacia la perfección espiritual. Por eso en Japón encontramos toda una larga serie de artes que van desde lo estético y lo ceremonial hasta la jardinería o el arte marcial, que durante largos siglos han sido consideradas como un Do. Artes como la caligrafía, el arreglo floral (Ka do), la Vía del Guerrero (Bushido), el teatro No, la ceremonia del té (Cha do), la poesía (Haiku), el Ikebana, el Bonsái y las diversas artes marciales como el Kárate-do, el Ju-do, el Aiki-do, el Ken-do, el Kyu-do, el Iai-do, etc.
Equivalente al Tao de los filósofos chinos, Do es pues «la Vía o Camino que conduce hacia la Iluminación», pero este camino no se basa tan sólo en ejecutar correctamente un determinado arte o en practicar una técnica específica de meditación, como algunos autores pretenden, puesto que el Do es, ante todo, un estado de conciencia interior que se expresa naturalmente a través de una especial actitud mental ante la vida y la muerte, una forma singular de percibir y experimentar la realidad del mundo que nos rodea, un estado del Espíritu tan elevado que impregna de luz todo cuanto el discípulo piensa, dice o hace. Por eso el Do, al igual que el Tao, es a la vez un espíritu y una forma, es, en suma, «el misterioso arte de vivir», y por tanto Do no es sólo el camino, sino también la manera de recorrer el camino. Y esta Vía o Camino de la Liberación no es otro que el Noble Óctuple Sendero propuesto por Siddharta Gautama el Buda: rectas opiniones, rectas intenciones, rectas palabras, recta conducta, rectos medios de vida, recto esfuerzo, recta atención y recta concentración.
Francis J. Vilar

El Bushido

El Bushido nace en el siglo XI, en una época que se caracteriza por las frecuentes y  cruentas luchas entre pequeños estados feudales. En aquellos tiempos de batallas, apareció una nueva clase social, «el caballero» (Kyuba-no-Michi, vía del arco y del caballo), el homónimo de los caballeros medievales en Europa, que pasará a la historia con el nombre de samurai. Alrededor de estos caballeros se fue conformando un código de conducta, de valores y actitudes que englobaban todas las facetas de la vida, incluida la preparación para la muerte. Es un código no escrito hasta el siglo XVII, pero mantenido, aceptado y respetado por todos los samuráis. La fuerza legislativa de la costumbre, las leyendas de los grandes guerreros, las enseñanzas de los sabios... fueron convirtiendo este código en una filosofía de vida y en un modo de conducta castrense. Siendo fruto de tres grandes corrientes místicas, recoge del shintoismo la veneración por su país y por los antepasados, y el deber de servirlos sin mancillar su nombre; del confucianismo, el deber moral para consigo mismo, el sentido de la rectitud y la justicia para con todos los seres, la disciplina interior, la bondad y la afabilidad; y del budismo la mística, el do (la vía), un camino de transmutación interior y despertar espiritual. Así el Bushido no es un conjunto de usos cortesanos ni normas de protocolo vacías, más bien es una semilla que arraiga en el corazón del japonés. Traicionarlo es traicionarse a uno mismo, es vender lo más sagrado del hombre ante los miedos y debilidades: «El Bushido, es por consiguiente, el código de los principios morales enseñado a los caballeros, y que aquellos están obligados a observar» (Inazo Nitobe).
El código del Bushido descansa sobre tres valores fundamentales: sabiduría (Chin), bondad (Jin) y valor (Yu). De la confluencia de las tres van a destilarse toda una serie de características y valores de los que el samurai será ejemplo vivo, es decir, son estos valores los que hacen al samurai.
La educación propia del samurai estaba dirigida a despertar en él las virtudes morales, la experiencia y el carácter más que la teoría y el intelecto. Por lo tanto, el mundo de las comodidades, los lujos y el dinero eran dejados de lado, incluso despreciados. El samurai poseía un cierto estoicismo y ataraxia para con las cosas del mundo: «Desdeña el dinero en sí, y también el arte de ganarlo y atesorarlo. El lucro representaba para él algo ignominioso». La expresión usada para describir la decadencia de una época era: «Que los civilizados amen el dinero y que los soldados teman la muerte».
La generosidad, el no contar lo que se entregaba a otros, era una virtud en el código del samurai. Consideraban que el lujo y las comodidades eran el peor enemigo de la virilidad y de la fortaleza, exigiéndose a sí mismos la sencillez en la manera de vivir. Algunos servicios no podían tener la ofensa de ser pagados con oro o dinero: la lealtad de un samurai o la enseñanza y formación del carácter por parte de un maestro, no tenían precio. El respeto a la dignidad del samurai hacía impensable el ponerle un precio mercantil. Una máxima dice: «son mis padres los que me han traído al mundo, es el maestro quien me ha hecho un hombre».
Así, la formación del samurai estaba dirigida a moldear su carácter, conquistando el autodominio frente a las vicisitudes de la vida. Estos hombres, templados en la sencillez y en el refinamiento del alma, mantenían ocultos sus sentimientos con un semblante impertérrito ante el dolor, la alegría, la tristeza e incluso ante la muerte. Dar muestras de las emociones era considerado como falta de fortaleza, teniendo en gran estima el carácter del que no se perturba ni por el placer ni por el dolor; uno es dueño de sus emociones, no se deja arrebatar por ellas. Pero este dominio no aniquila la emoción. Tal vez el carácter del pueblo japonés, por sentir en la intimidad de su corazón, siente más profundamente. Un samurai escribía en su diario: «¿Sientes lo más profundo de tu alma removido por pensamientos tiernos? Es el momento en que la simiente germina. No la molestes hablando, deja que la obra se realice tranquilamente en la calma y el secreto».
El samurai no hacía ostentación de sus sentimientos, no hay declaraciones ruidosas, sollozos que evidencien el dolor, euforias que muestren su alegría, o arrebatos de amor públicos. Es en la intimidad del corazón donde fructifican los sentimientos más profundos. Un padre que tras la puerta oye la respiración entrecortada de su hijo gravemente enfermo, las miradas tiernas y secretas que comparten unos amantes, la reverencial despedida de los seres queridos que han fallecido, o en el momento de la muerte componer un hermoso poema. El dominio de sí mismo es guardar el equilibrio del espíritu; es estar por encima de las circunstancias, observando, sintiendo, dirigiendo firme el espíritu como el timón de un barco en las tempestades. Siguiendo con esta metáfora, el samurai no quiere ser un barco a la deriva, un barco que es arrastrado por los vientos cambiantes de un lado a otro. El es el timonel de sí mismo.
A lo largo de la historia se fue fraguando una forma de comportamiento adecuada para cada circunstancia. Es la cortesía en el vivir (Rei), el respeto a uno mismo, hacia los demás y hacia el orden de la creación. Es el ceremonial, la etiqueta, las normas de comportamiento: «La cortesía es muy paciente y es buena; no es envidiosa, no se jacta, no pone ningún pero; no se conduce de manera inconveniente, no piensa en ella misma, no es fácilmente humillada y no hace caso del mal» (El Bushido, Inazo Nitobe). «El fin de toda etiqueta es el cultivar nuestro espíritu de tal manera que incluso cuando estáis tranquilamente sentados, la idea de osar atacaros no pueda siquiera pasar por la mente del más grosero de los rufianes» (Sobre la cortesía, Escuela Ogasaware). No son las maneras fingidas de los cortesanos ni el hecho de impostar actitudes; es una cortesía fruto del orden natural de las cosas, verdadera, sincera, natural. Sin la veracidad, la cortesía se convierte en hipocresía, en fingimiento, en mentira. Confucio decía: «La sinceridad es el principio y el fin de las cosas, sin sinceridad nada existiría.» Es el modo de expresarse libre del fingimiento. Es la naturalidad. La palabra dada por un samurai debía ser suficiente garantía de su cumplimiento y veracidad. Las promesas eran mantenidas sin compromiso escrito, incluso escribirlo en un papel era una ofensa hacia la dignidad del samurai, pues la sola posibilidad de traicionar la palabra empeñada era inconcebible en su mente.
Las artes de la guerra templaban su alma, cual frío acero, acrisolando en su interior el valor físico y espiritual (Yu). Por propia voluntad doblegaba el miedo a la muerte y al dolor físico y psíquico, sintiendo gran respeto y admiración hacia aquél que lo había dominado. Cuentan la historia de un samurai que entró con su ejército en un monasterio; todos los monjes, asustados, huyeron, salvo uno que, inmerso en su meditación, no dio importancia a lo que ocurría a su alrededor. El samurai se acercó al monje, y levantando la espada con la intención de matarlo, le dijo: «Tú que no huyes, ¿no te das cuenta de que tienes ante ti a un hombre que no parpadeará cuando te corte la cabeza?», a lo que el monje respondió mirándole con una firme dulzura: «¿No te das cuenta de que tienes ante ti a un hombre que no parpadeará en el instante de su muerte?». Dicho esto volvió a su meditación, y el samurai, sorprendido por su autodominio, envainó la espada, le saludó con respeto y se fue.
La historia de Japón está repleta de anécdotas similares; es en los momentos difíciles cuando el valor se pone a prueba. Para el samurai, el valor no es temeridad, es un valor nacido del autodominio y de la rectitud. La justicia (Gi) y la rectitud, hacen que el samurai cumpla su deber, impartiendo justicia con ecuanimidad, siendo sus garantes ante la sociedad y manteniendo con su conducta el orden social. «El camino (do), es el camino del cielo y de la tierra; el negocio del hombre es seguirlo. Luego, que el objeto de tu vida sea reverenciar al cielo. El cielo me ama y ama a los demás con un amor igual; por lo tanto, con el mismo amor que te amas ama a los otros. No hagas del hombre tu asociado, hazlo del cielo. Y haciendo del cielo tu asociado obra lo mejor que puedas. No condenes jamás a los demás, sino más bien vela por darles lo que les pertenece» (Saigo).
La lealtad o fidelidad (Chugui) es en el Bushido una de esas virtudes llevadas hasta un extremo difícil de entender por un occidental. Para el samurai, el señor, el rey o shogun, encarnaban en sí mismos la idea de Estado. La obediencia de las leyes y de las normas se extendía también a la obediencia incondicional a su señor. Pero no es el servilismo del que busca la obtención de beneficio o el que finge deferencia y respeto ocultando intereses personales. Es un sentimiento de lealtad incondicional que, si se rompe, mancha el honor del samurai. Cuentan las tradiciones que cuando un samurai discrepaba de la opinión de su señor, su lealtad consistía en tratar por todos los medios de persuadirle de su error, mas en caso de fracasar él estaba en las manos de su señor, para atestiguar su sinceridad.
El honor (Meiyo) es tal vez la consecuencia ultérrima de todas las virtudes propias de la conducta del samurai. Es el respeto que se tiene a sí mismo y a su ideal de caballero, el que provoca la gran integridad de carácter. Es tener y custodiar un buen nombre o reputación. Decía Mencio, uno de los grandes filósofos del confucianismo: «La vergüenza es la tierra que abona todas las virtudes, las buenas maneras y las buenas costumbres». El samurai, firmemente consciente de su vinculación con lo espiritual, vive ese sentimiento de comedimiento que impide cometer faltas o traicionarse a sí mismo. No es la vergüenza tal y como la entendemos hoy en día, es más bien el respeto de la parte inmortal de uno mismo que te impide actuar, sentir o pensar de forma innoble. 
La película El último samurai es un bello homenaje al delicado y valeroso espíritu japonés: «El viajero percibe la deliciosa sensación de una dulzura muy lejana; no sabe de dónde viene, y, parándose desnuda la frente, y recibe la bendición de la brisa». 
Víctor Vilar

La Sabiduría Intuitiva de Oriente

               En el transcurso de las últimas décadas del siglo XX, ciertas filosofías y tradiciones espirituales de Oriente han logrado despertar un gran interés, tanto en Europa como en EEUU. No cabe duda que el yoga, el tai-chi, las técnicas de meditación y las diversas artes tradicionales japonesas como el ikebana, el bonsai, la ceremonia del té, etc., que forman parte de la Filosofía Zen, siguen ejerciendo una misteriosa fascinación sobre la mentalidad del hombre occidental moderno, que, en mayor o menor medida, se siente atraído por ellas.

                Lo primero que llama nuestra atención, cuando observamos cualesquiera de estas artes milenarias, es su belleza estética, su naturalidad y la elegante simplicidad de todos sus gestos y movimientos. Por otro lado, a la hora de aprender a ejercitarlas, lo que más nos asombra es su alto grado de perfección técnica y su excelente metodología de enseñanza. Sin embargo, tal vez su mayor virtud sea los benéficos efectos que producen en todo aquél que las practica: mejorando notablemente su salud y su equilibrio psico-mental; enseñándole a relajarse y a liberarse emocionalmente de los problemas, potenciando intensamente su capacidad de concentración, su autodominio y su creatividad mental y, por último, ayudándole a cultivar esa inestimable cualidad que tanta falta le hace al hombre actual, que es la serenidad.

                 A un nivel más profundo, podemos decir que el atractivo secreto de las Artes Zen, consiste principalmente  en  que  todas  ellas  potencian  el  desarrollo  de  la  Sabiduría  Intuitiva, ofreciendo al hombre de las sociedades modernas, la oportunidad de experimentar eficazmente en sí mismo una dimensión fundamental de la conciencia, que la cultura materialista le ha venido negando sistemáticamente durante siglos. Desde comienzos de la revolución científica, en el siglo XVII, cuando se empezaron a formular los principios fundamentales del vigente paradigma científico, basado en el racionalismo de Descartes, el empirismo de Francis Bacon y la visión mecanicista de Isaac Newton; la ciencia occidental moderna ha despreciado sistemáticamente todas aquellas «vías del conocimiento» y «técnicas de meditación» que forman parte de la Sabiduría tradicional de Oriente; calificando esos «estados de conciencia no ordinarios», comúnmente conocidos como «estados místicos o espirituales», de experiencias irracionales, subjetivas y no-científicas.
                Esta estrecha visión de la realidad, propia del paradigma «racional-mecanicista» de Occidente, que sólo concede importancia y validez al aspecto  material de las cosas, ha ido sumergiendo paulatinamente a la sociedad actual en un obsesivo culto a la materia o «Materialismo», alimentando la insana ambición de obtener más y más cosas materiales como único medio de lograr la felicidad, privando así al hombre occidental moderno de todos aquellos valores humanos y enriquecedoras experiencias espirituales que, por pertenecer al ámbito de las realidades invisibles e incorpóreas, no pueden ser del todo explicadas ni comprendidas por la ciencia racional, dado que sólo pueden ser percibidas y experimentadas por medio de la Conciencia Intuitiva.

                Afortunadamente, dentro de la comunidad científica esta mentalidad materialista ha empezado a cambiar en las últimas décadas del siglo XX y cada vez son más los investigadores que empiezan a tomarse en serio la existencia de determinados aspectos y dimensiones de la conciencia que, hasta hace bien poco, habían sido ignorados completamente por la ciencia moderna, pero que sin embargo, concuerdan plenamente con los postulados fundamentales que desde hace siglos vienen enseñando todas las tradiciones místicas y filosóficas de la Sabiduría Perenne. En este mismo sentido, el Doctor Stanislav S. Grof,  fundador de  la  Psicología  Transpersonal  afirma  que:  «Las  investigaciones  modernas sobre la conciencia han generado importantes datos que apoyan las tesis básicas de la filosofía perenne. A la luz de estos nuevos descubrimientos la espiritualidad se afirma como un empeño importante y legítimo de la vida humana, puesto que refleja una dimensión crítica de la psique humana y del orden del universo. Las tradiciones místicas y las filosofías espirituales del pasado han sido desechadas a menudo e incluso ridiculizadas por ser "irracionales" y "anticientíficas". Es éste un juicio desinformado, infundado y carente de toda justificación. Muchos de los grandes sistemas espirituales son productos de siglos de una profunda exploración de la psique y la conciencia humanas que, en muchos aspectos se parece a la investigación científica. Estos sistemas ofrecen instrucciones detalladas sobre los métodos de inducir experiencias espirituales en las que se basan sus tesis filosóficas. Es muy alentador el que las afirmaciones de las diversas escuelas de la filosofía perenne puedan ahora sostenerse por datos procedentes de la investigación actual sobre conciencia». 
Francis J. Vilar